miércoles, 5 de octubre de 2022

El Carmelo

      Benita nació en el último pueblo de la provincia de Ourense antes de la frontera con Portugal.

Bajita y regordeta; siempre con una sonrisa de oreja a oreja. No lleva mal su artrosis de cadera. Se adaptó bien al andador.  “Para donde hay que ir”, le basta.

–De muy pequeña iba al campo a coger castañas y al huerto por unas verduras para los cerdos. Espere. ¿Como se llamaban? Hay gente que las come… ¡Borrajas! De eso me acuerdo. Y, para contar, de poco más. Antes, los críos solo servíamos para trabajar. Los adultos lo pasaban bien riñiéndonos todo el tiempo. Creo que no llegaba a los 16 cuando me mandaron a Barcelona. A servir. En la casa eran catorce personas. También me reñían allí. Gritos daban. Los días que me tocaba salir, nunca me dejaban. ¡Benita! Hay faena. ¿Sabe? –Me mira con unos ojos pequeños, inteligentes–. Tenían una parada en el mercado de la Concepción. Venía uno de los hijos con un camión lleno de pollos y conejos. No se de donde los traía. Y en una habitación muy grande, los soltaban. Allí les cortaban el cuello o les daban con un mazo en la cabeza. Según. También aprendí a hacerlo. “Benita, que tu vales”. Y yo callada. ¿Que podía hacer? En una tarde igual matábamos veinte piezas. Y luego quitarles los pellejos y las plumas. Por eso vendían tanto en el mercado. Siempre colas. Recién muertos. –Se arregla un poco el vestido–. Y fregar de rodillas aquella casa, lavar la ropa, barrer, quitar el polvo. Un no parar. Todos los días. “Benita, eres un tesoro”, me decían. Pero pagaban poco. “Que comes mucho, Benita. Que nos sales muy cara”. No entendía y decía que si. Que debía ser así.

Benita se casó con un viajante de corsetería. También era de Ourense, pero de otro pueblo. Y ya pasó a ser aquello que llamaban ama de casa. En un barrio más fresco y luminoso. Tuvo cinco hijos. 

–Todos muy trabajadores –dice orgullosa. 

–¿Eres feliz?

–Mucho. Siempre lo he sido. Me basta con tener una cama en la que acostarme cada noche. Y eso no ha faltado nunca.