En 1965...
Ha anochecido. La calle de la estación del tren de Barcelona es larga y ancha. Muy alumbrada por las farolas que la flanquean.
Ya en el coche, a Ramiro le llama la atención lo iluminado que está todo. Las calles, las ventanas de los edificios. Y tantos vehículos. No solo coches. Autobuses y algún camión. ¡Que bonito, todo!
Es cierto que, a medida que se alejan de la estación, la ciudad pierde alegría y vivacidad. Las calles se estrechan y aparecen menos transitadas que las del centro. Algunas tienen muchos baches y otras no están asfaltadas. Las luces brillantes de las farolas se han sustituido por bombillas que cuelgan de lado a lado, entre las casas. Al cabo de un rato enfilan por lo que parece una colina. Ahí el paisaje es extraño. Se suceden zonas edificadas, incluso calles, con amplios solares sin construir. A Ramiro le cuesta comprender la extraña razón de todo aquello. Falto de orden y sin aparente dirección.
Por fin llegan a casa de los tíos. Un edificio bajo de dos plantas. Abajo, una persiana gris que cierra lo que parece un garaje o un taller. Al su derecha, una puerta muy estrecha de hierro sin ninguna decoración. La calle, en cuesta, no está asfaltada. Aunque si tiene aceras a ambos lados. Hay algún coche aparcado. Y, algo más arriba, un pequeño camión. Poco iluminada. Una de las farolas está apagada. La bombilla parece rota.
Suben por una escalera empinada que nace justo tras la puerta. En el alto, un pequeño gato mira, curioso, a los recién llegados.