Aquella noche, madrugada ya, hacía tanto frio que el niño Miguel tuvo que cubrirse totalmente con las sábanas y mantas. Para que ninguna parte de su cuerpo, brazos, cabeza, quedara expuesta a la temperatura gélida de la habitación. La casa de la calle del Viento hacía honor a su nombre. Vulnerable a todas las inclemencias, los truenos y relámpagos se habían sumado a la fiesta de aquel 31 de Octubre de 1942.
Su hermano mayor dormía tranquilo en la cama de al lado. O, al menos, es lo que el pensaba. Dudó. Asomó un poco la cabeza e intentó aprovechar la corta iluminación de un rayo para ver si el pecho se movía. Pero era tan breve el tiempo y tan cercana la tronada que, fracasado, volvió a sumergirse entre las ropas del lecho.
Era extrañísimo que tanto ruido no despertara a Juan. Tal vez, algún fantasma maligno lo mantenía en sueños o, tal vez... eso no lo quería pensar.
Esa noche, al final de la cena, el abuelo contó que, cuando era solo un niño, su hermana amaneció muerta en la cama, justo la que ahora ocupaba Miguel. La noche de todos los santos. Tal día como hoy. Nunca se supo con seguridad que es lo que le ocurrió.
De pronto, le pareció escuchar un crujido seco en la madera del suelo. Se le encogió el corazón. ¿Habrá alguien ahí? Asustadísimo, incapaz de mirar, todavía se arremolinó más en si mismo. Se hizo un ovillo en el centro de la cama. Intentó hundirse en el colchón, aunque sabía que todo aquello sería en vano. Si aquel ser sádico y despiadado quería matarle también a el, poco podría esconderse.
Igual tendría una oportunidad con una acción por sorpresa. Desarroparse y gritar muy fuerte. Un chillido largo. Eso no lo esperaría la alimaña que estaba junto a su cama y tal vez quedara desconcertada el tiempo suficiente para que Miguel saltara, corriera hacia la puerta y bajara el tramo de escaleras hasta llegar a la habitación de sus padres.
Por contra, podía salir mal. El monstruo no dudaría en agarrarle por el cuello para acallar sus gritos. Y estrangularle hasta el ahogo. Esa angustia final le aterrorizó.
Falto de otras iniciativas, pensó en negociar con el asesino e implorar a algunos posibles buenos sentimientos. No era más que un niño pequeño que quería vivir un poco más.
Se ofreció, inofensivo, estirando su cuerpo bajo las sábanas. Buscó transmitir una mayor relajación. Tal vez así, mostrando su desprotección, el demonio perdería interés.
Otro crujido en la madera; dos. Y otro más. El monstruo se estaba moviendo. Escuchó, claramente, como se cerraba la ventana. O tal vez se abría. Más pasos que cruzaban la habitación. El corazón saltando fuera de su pecho. El estrépito de un trueno no le permitió estar seguro de que la puerta se cerrara. Quedó el silencio. La luz de un relámpago y, de nuevo, otra explosión ensordecedora.
Ya nada más.
Cuando se despertó, pensó que acababa de dormirse, pero ya no sonaban los truenos y el sol se filtraba entre los postigos. Su hermano ya se había levantado.
El suelo crujió cuando posó los pies descalzos. Celebró la vida.