jueves, 9 de febrero de 2023

Entença

       Como tantas otras tardes, Mónica lleva su caja con galletas de miel, mazapanes, un bizcocho que ha hecho su  madre y algo de chocolate. Es un día frio. A pesar del grueso abrigo a cuadros, está destemplada.

Reconoce al funcionario de la entrada. La deja pasar hasta el cuartito de la izquierda, donde están las ventanas por donde podrá dejar el paquete. Le preguntan el nombre del preso. Dice el de su marido. Se lo darán ese mismo día. Marcha de nuevo hacia La Salud.

Rafael ha pasado toda la mañana en la lavandería. Prefiere echarle horas. Se entretiene, gana un dinerillo y algo de pena va reduciendo.

Después de comer, –estaban buenas las lentejas–, ha pasado un par de horas en la celda. Aquí son cuatro. En la otra galería eran seis. 

Con los presos no se lleva ni bien ni mal. Tampoco quiere hacer muchas amistades. El uno te lleva al otro y acabas en un grupo. Y entre los grupos siempre hay rencillas. Prefiere estar solo y pasar desapercibido. 

A media tarde, quien quiere, sale al patio. No todos. El día es frio. Los que se pinchan suelen quedar acostados.

Rafael se pone con los que dan vueltas. Algunos hablan. Otros no.

Antonio, un grandullón que anda detrás suyo, canta:

–Que bonito es ese culito. Pa mi entero yo lo quiero.

No es la primera vez que le dedica esa canción. Sabe que es un bravucón y que tampoco es tan fácil que se le pueda tirar encima. Los funcionarios vigilan. Pero lo intranquiliza. Todo, aquí, entre las paredes de esta cárcel, le produce desasosiego. Más que la falta de libertad. O tal vez por eso mismo.

Le avisan que tiene un paquete. Vuelve a la celda para ver que le ha puesto su mujer. Ofrece galletas a sus compañeros. Mientras mordisquea, despacio, una tableta de chocolate, escucha la cadena SER en un pequeño transistor. Como estos últimos meses, hablan de la prima de riesgo. Ya ha dejado, por imposible, intentar comprender que significa.

La primera vez que oyó hablar fue al señor Miñán, el dueño del taller.  El día que le despidió. Dijo que, por la prima de riesgo, no le habían dado el crédito que necesitaba para poder mantener la empresa como hasta ahora. Fue una putada verse en el paro. No tenían nada ahorrado. Ni para pagar el próximo alquiler. Y cobraba mucho en negro. Poco le quedaría.

Se sintió desamparado, indignado y rabioso. Por este orden.

Todavía tenía en la mano la gran llave inglesa que utiliza para las roscas de la centrifugadora. Sin ser demasiado consciente, golpeó en toda la cara del patrón. Por todo el taller resonó el crujido de los huesos al romperse y el aullido terrible y lastimero del señor Miñán. Dos operarios corrieron hacia ellos para intentar detener la pelea. Pero solo llegaron para ver como un segundo mamporro partía el craneo del desgraciado. Allí quedó tumbado, irreconocible y con la cabeza abierta como una sandía. Hasta que llegó la policía.

A partir de ahí, todo ha sido relativamente rápido. Salvo estos meses en la cárcel. Que se están haciendo tremendamente largos.