Como casi todos los días, desde hace tantos años que no puedo acordarme, Juan, Manolo, Encarni y Luisa están sentados en el banco, lado Besos, de la plaza Catalana.
Juan es un mecánico jubilado. Usa bastón y gafas. Necesitaría un audífono, pero no se lo puede permitir.
Manolo empezó en el campo, en Coria, luego de peón albañil por toda la comarca de Barcelona. Más tarde, en una fábrica de Saarbrüken. Regresó para colocarse en la Olivetti. Hasta que cerraron. Delgado como un palo. No para de fumar. Y toser.
Encarni se casó con Isidro. Viuda desde hace algo más de veinte años. Crió a seis hijos. Uno murió por el VIH. No sale a la calle sin el andador.
Luisa es la más joven. Hija de Encarni. La segunda por abajo. Era reponedora en el Caprabo, pero sufría frecuentes crisis de ansiedad. Tras largos periodos sin poder trabajar, le dieron la incapacidad total. Ahora está mejor, pero siempre parece que lleve un manto de tristeza. Vive con su madre. Solas.
Juan, como casi todos los días, señala con su bastón la fuente del centro de la plaza. Tres o cuatro palomas beben agua en un pequeño charco.
–Cuando llego, siempre abro el grifo para que salpique y caiga agua. Así los pobres pajaritos pueden beber. Míralos. Creo que ya me esperan.
–Será –dice Manolo mientras apaga un cigarrillo en la suela de los zapatos, arranca un ataque de tos y enciende otro.
Así están cuando llega Felipe con su perrito criollo. Felipe nació en Colombia. Cuando se quedó viudo, sus hijos lo trajeron a Barcelona. La ciudad no le gusta, pero no se atreve a decírselo a ellos.
Todos los del banco, como si fuera la primera vez, pero es así todos los días, traen galletitas para el perro. Se las dan por riguroso orden: Juan, Manolo y Encarni. Luisa no lleva porque su madre dice que ya le da ella y no hace falta.
Felipe no se sienta. Tiene que hacer un recado, como casi todos los días y estará solo un momento.
Por el otro lado de la plaza, se acerca Virtudes. Ayudada por el carro de la compra. Se sienta en un banco contiguo y saluda a su amiga Encarni. Solo a ella.
–Voy a sentarme junto a la señora Virtudes, que está sola. Tu quédate aquí, dice Encarni a Luisa.
Se levanta despacio, mueve torpemente su caminador para avanzar unos pocos metros y se deja caer en el banco junto a Virtudes. Se miran con una sonrisa pero quedan en silencio.
Se escucha una máquina de la obra cercana.
–¿Ya tienes la comida a punto? –pregunta Encarni a Virtudes al cabo de un rato corto.
Todos atienden a la respuesta.
–Si. Para mi nieto. Está en casa. Para variar. Dice que con sus padres se aburre. Que no tiene nada que hacer.
–Se fueron a vivir a Martorell, ¿no? –pregunta alguien. Tal vez Manolo. Tanto da porque los demás conocen la respuesta.
–Si. A una casita con jardín. Están muy bien. Pero el chico se aburre porque no conoce a nadie. –El ruido de la máquina de la obra es ahora muy fuerte. Permanecen callados un ratito.
–Por cierto, que todavía no he mirado el cupón del viernes. No se donde tengo la cabeza. –Luisa busca en su billetero. Enciende el teléfono y teclea la página de la ONCE.
–¡Ay Dios! Que es el mismo número. A ver… ¡Y la serie! ¡Nos ha tocado!
–¿Que dices? …Todos se levantan para acercarse a Luisa.
–Si, si. Seguro.
–¿Y cuanto es?
–¡Nueve millones de euros!
–No me jodas.
Ha pasado un año.
Encarni y Luisa están en la plaza. En el mismo banco del lado Besós. Con ellas, solo el perro patán de Felipe. Se lo quedaron cuando este decidió volverse a Colombia con su nueva esposa.
Ellas, su millón, lo repartieron entre toda la familia. Arreglaron el piso y guardan un pico para redondear las pensiones.
Virtudes compró una casa en Martorell. Con piscina. Junto a su hijo. Pero está todo el día sola. Como se aburre, a veces viene a pasar el día al barrio, a su antiguo piso. Con su nieto, que se ha instalado en el definitivamente.
Manolo murió hace seis meses. Contrató un seguro médico. En el chequeo para aceptarle, le detectaron un cáncer de pulmón avanzado. Sus últimos meses fueron un sin vivir de pruebas, tratamientos e ingresos. Falleció en paliativos de Cotxeres.
Esperan a Juan. Hoy se está retrasando. No suele faltar, puntual, para abrir el grifo de la fuente, salpicar y hacer charco para que puedan beber las palomas.
Como casi todos los días, desde hace tantos años que no puedo acordarme.