Con un poco de hambre. No demasiado más del que llevaba acumulando desde ya hace veinte años, Remedios camina hacia su cajero de la calle Aribau.
Cual es su sorpresa al ver que aquel, el de toda la vida, ya no existe. La Caixa está de obras para cerrar la oficina de siempre y convertirla en una especie de café de los negocios. Con mesas redondas y televisión en las paredes.
Le dicen que el cajero estará en la calle. Lo que fue su refugio ya no existe. Remedios, desconcertada, piensa en donde va a dormir ahora. Otro duro golpe.
Cuando tenía 30 años, ahora tiene cincuenta, dijeron que lo suyo era posiblemente una fibromialgia, pero que sabían poco de esa enfermedad. Y no era motivo de baja. Si se sentía depresiva por tanto dolor, tenía que esforzarse y luchar.
Lo mismo decía su esposo. Tenía que poner más de su parte. Finalmente, ante la incapacidad de su mujer a adaptarse y esforzarse a superar una enfermedad que no existía, decidió divorciarse y desaparecer.
Abandonada por la familia y la sociedad, empezó el recorrido de subsidios que, cada vez más escasos, terminaron con ella en la calle.
Le había cogido cariño a aquel cajero entre Rosellón y Provenza. Compartía con dos rumanos que llegaron acá por otros motivos. Que ahora no vienen a cuento.
¿Que va a hacer ahora?
Por la calle Aribau bocinea un Opel. Bandera española por la ventana.
–¿Me podéis ayudar? No tengo donde dormir.
–Pídeselo al Puigdemont. –Siguieron con el ruido del claxon.
Pasó la noche en el portal de la Iglesia de Nuestro Sagrado Corazón. Compartió con Fernando, licenciado en literatura hispánica, pero sin futuro. También sufría una extraña enfermedad que le impedía relacionarse con las personas.
Sobre las tres de la madrugada pasó Álvaro, vestido con un traje verde fosforito.
–Tomad estas pastillas. Se os pasará el hambre y el frio.
Remedios se tomó las cinco. Fernando solo una. Tiene pánico a los medicamentos.
Ella durmió tanto que solo la despertaron las trompetas del juicio final.