Javier tiene 86 años. Se mantenía bastante bien hasta hace un par de meses. Cuando perdió, casi de un día para otro, el apetito. Le costaba ir de vientre. Y manchaba un poco de sangre. Las primeras semanas no dijo nada a nadie. Pero, cada vez se sentía peor y, al fin, se lo contó a su mujer.
Le llevaron al hospital. No fueron necesarias demasiadas pruebas. Cáncer de colon.
El médico que le atendió consultó con cirugía. Un tratamiento radical no era posible. Demasiado agresivo para Javier. A sus años. Además era diabético y padecía del corazón. Tal vez se podría resecar algo del tumor y hacer un bypass para mantener el tránsito intestinal. No se libraba de la enfermedad, pero igual le daba un poco de tiempo. A lo mejor.
Le operaron. Más o menos bien. A la semana empezó a toser y ahogarse. Pulmonía. Los antibióticos mataron al microbio. Pero solo eso.
Javier ya casi no come nada. Los pensamientos se fueron de su control. A ratos, delira. Le cuesta andar, aunque sea un poco, por el pasillo. Cada vez más débil.
Los médicos han hecho las cosas que, parece, se deben hacer. Pero el tiene su ritmo. Ya no quiere levantarse de la cama. Lleva días sin probar bocado. Saluda cuando entra la enfermera. Eso si.
La noche anterior, en un momento de lucidez, le dijo que quiere una muerte dulce. Explicó que está orgulloso por ser el último que se va de sus amigos. Contó, que en la plaza, donde los toldos, habían hecho apuestas. Hace años. El siempre era el primero de la lista. Por lo del corazón. Y, al final, será el último en marchar.
–¿Miedo a morir? ¡Para nada!. He vivido miserias y alegrías. Más de esas que de las otras. Ahora ya quiero quedar tranquilo. Hable con mi mujer. Ella es mi vida. Le explicará mejor que yo.
Rosalía es algo más joven que Javier. Lleva bien su ancianidad.
–Ya se como está. Me lo explicó la cirujana. Mi marido es muy listo. Llegó aquí, sin nada. Y montó el taller. Ahora lo llevan mis hijos. El les dio todo. Ahora quiere una muerte dulce. Que no sufra. Estaremos siempre con el. No nos fallen.
.