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Ya saben lo que es la cola del súper hacia las ocho de la tarde. Llegas con el cestito e intentas adivinar cual de las cuatro colas de la caja será la más rápida. Hay diferentes estrategias: Contar cuantos esperan en cada cola, ver el contenido de los carritos, adivinar que cajera es más veloz, intentar identificar aquellas personas que tardarán más en pagar o en colocar la compra en las bolsas. ¡En fin!
Por fin me toca. El tema no empieza muy bien. ¡Ay! Al que va delante de mi, le acaban de robar el carrito de la compra y no sabe como va a poder llevarse las cuatro cajas de agua con gas que acaba de comprar. Eso supone un retraso inesperado dado que, a pesar de que ya están facturando mis productos, no puedo colocarlos en las bolsas de plástico. Están todas bajo las botellas del Vichy Catalán. Hay que sacar las botellas antes de que pueda coger alguna. El pobre hombre se disculpa, pero no encuentra ninguna solución al problema. Llaman al encargado. Un señor con americana roja. Si deja el DNI, le permitirán llevarse el carro del súper hasta su casa.
Parece que el asunto va resolviéndose y puedo colocar el género en las bolsas. Como siempre, intentando la justa medida entre el despilfarro de un producto de difícil reciclaje, el plástico, y el riesgo a una rotura, con el consiguiente numerito en plena vía pública.
Llega el momento de pagar.
–¿Tiene la tarjeta cliente? –¡La tengo! Saco la de débito–. ¿El pin? –lo tecleo. Un tiempo de espera....
–¡No la coge! No debe tener saldo.
–Si que tengo, lo he mirado esta mañana. –Aunque la duda es razonable.
–Pues no la coge.
–A ver, pruebe con esta –doy la VISA.
Tampoco va. –Me mira pensando que, o soy un delincuente o un muerto de hambre.
–Es imposible que no funcione ninguna de las dos tarjetas –digo. Ya me veo dejando la compra en un rincón, corriendo a un cajero para sacar efectivo. ¿Habrá? A todo esto, detrás mío se ha formado una cola de seis o siete clientes que empiezan a mirarme con cara de odio.
–Pues no tiene saldo en ninguna de las dos tarjetas –dice la chica con cierto rintintín. Llama al encargado. Vuelve el de la chaqueta roja.
–¡Este! –se refiere a mi–. No tiene dinero en las tarjetas –¡lo dice gritando!
–A ver. –El encargado pasa la tarjeta.... ¡Funciona!
–¡La pasaba al revés! –dice uno de la cola. La cajera se sonroja. Me perdonan los que esperan, que pasan su ira a la dependienta.
–Pues ya está –dice. Estoy a punto de descargar la humillación por la que me ha hecho pasar y ponerme en plan cliente borde, pero lo dejo estar. Cojo mis bolsas y salgo a la calle.
Llueve. No llevo paraguas, claro. Y olvidé comprar la botella de aceite. ¿Vuelvo?
Amalia es auxiliar en una residencia. Media jornada. En realidad, es un microjob, aunque en este país este nombre no se dice. Vive con Jacob. Se dedica a montar lineas wifi. Autónomo. Ahora va justillo.
Se mudaron de piso. Uno un poco más barato, aunque no tiene ascensor. Aprovecharon para hacer limpieza. Parece mentira la de cosas que ya no se usan y que pueden acumularse en un par de años.
Amalia pensó que, tal vez, esos rumanos que siempre andaban buscando entre los contenedores podrían aprovechar sus trastos.
Mihai estuvo encantado. El se lo llevaría todo. Pero ver a Mihai, con su bicicleta, intentando colocar los muebles en un espacio imposible la conmovió.
–Lo cargamos en mi coche. Dime donde lo llevo –se ofreció.
En las afueras de la ciudad. Cuatro medio chabolas cubiertas con uralita. Allí viven.
Mujeres, niños, hombres. Muy jóvenes, ellas y ellos. Y el bebé de Mihai y su mujer. Que ni a los diecisiete llega. Lloroso, pequeñito. Tal vez con hambre.
–Por la noche van a un pisito en Gavarra. Allí no pasan frio. Los hombres no nos movemos de aquí. Cocinamos lo que encontramos. Leña no falta.
Descargaron todo aquello que Jacob y Amalia ya no necesitaban.
–Se podrá vender.
A la chica le latía el corazón muy deprisa. Algo de temor sentía entre tanta gente en el límite. Que no tenía nada que perder.
Tomó el coche. Ya sola. Compró leche en polvo en la primera farmacia que encontró. Y regresó al lugar.
–Al menos, el niño, que tenga para unos días.
Mandó un whats. Sin miedo a que le robaran el teléfono.
Ramiro Q. A sus 56 años siempre perdió.
A los 6 se vino, con sus padres, jornaleros de un cortijo de Córdoba, a Barcelona. Con maleta de cartón y mantas baratas para arroparse en el tren.
El Catalán les llevó a la estación de Francia. Allí estaba Alfredo, hermano de su padre, Jesús.
Se metieron los cuatro en el 600 y enfilaron la Gran Vía. Condujeron hasta Cornellá.
Durante un par de años convivieron las dos familias en la casita de dos plantas de Vista Alegre.
El padre de Ramiro Q. encontró, con relativa facilidad, un empleo en las obras de por ahí. Carretilla cargada de cemento y runas arriba y abajo. Diez horas al día. También los sábados.
Ramiro Q, medio fue a la escuela. La mayor parte de los días no había profesor. Todo patio.
Ya empezó con los porros a los 14. Todos los colegas lo hacían. Ni se acercaban al cole. Fumaban y siempre había alguien con un loro grande para escuchar a los Chunguitos.
Luego tocó hacer la mili. Sin casi saber escribir y solo con algunos trabajillos como camarero de bareto en el barrio.
No fue mala época. Estaba fuerte y le gustaba mandar. Terminó como cabo 1º. Se reenganchó un año más.
Pero tanto ocio y esos malos rollos cuarteleros que cortaban el aire, le llevó a la heroina.
Regresó, dos años y medio después, a San Ildefonso. En ese barrio sus padres habían comprado un pisito de 52 metros, en una segunda planta. Le daba el sol de mañana.
Sin demasiado ofició pasaba las tardes con los colegas. Todos cada vez más enganchados a la droga.
Empezaron a caer. Bien por darse un chute de más o por enfermar por esa nueva enfermedad chunga. SIDA o VIH, nunca llegó a enterarse si había alguna diferencia.
Un día se asustó. Carlos, su primo, murió justo a su lado. Tal vez la droga era demasiado pura o tal vez se pasó con la dosis.
Tanto fue el espanto que pidió ingresar en la unidad de deshabituación que tenían en el hospital de Bellvitge. Tres semanas.
Salió bien. Con ganas de otra vida.
Su padre le consiguió trabajo en la obra. Nada especial. Seguir con la carretilla arriba y abajo.
Pero eso le cansaba tanto que le separó de los colegas.
Un domingo conoció a Adela. Había nacido en el barrio, aunque sus padres eran de Jaén.
Le gustó la chica. De raza. Morenaza. Había terminado la EGB y tenía un trabajo fijo en el Caprabo. Jefa de turno.
Sería esa planta de buena persona que transmitía Ramiro Q. o, quizás, su cuerpo fortachón, pero a Adela le gustó.
Se casaron. En la Iglesia del centro, que el cura era bastante enrollado. Y les cobró poco.
Para el festín solo les llegó para un arroz con mejillones y solomillo ibérico en Castelldefels. Pero la fiesta estuvo muy bien.
Luego, pasaron una semana en Rosas, en la Costa Brava. Un gran viaje.
Alquilaron un pisito en el mismo barrio. Se sintieron bien y cómodos ahí.
Nació Jésica y, después, Kevin.
Ramiro Q y Adela trabajaban duro mientras sus hijos crecían.
No salieron de mucho estudio. Y sus padres tampoco sabían como darle importancia a eso de los libros.
Pasaban el tiempo libre, los cuatro, viendo la tele. No entraba demasiado dinero, pero gastaban poco. Les sobraba lo suficiente para ir quince días de vacaciones a un hotelito en la playa. En Santa Susana.
Kevin era un buen chaval. Tras vaguear un poco se apuntó al FP de mecánico. Se le daba bien.
Putada fue aquel día que volcó con la furgoneta y se destrozó la pierna derecha.
En el hospital parece que todo salió mal. De entrada, le amputaron por encima de la rodilla. Pero, luego, pilló una infección en la sangre. Lo metieron en la UCI, pero –dijeron los médicos–, le bajó tanto la tensión que no llegaba sangre a los órganos vitales. Y murió. Solo tenía 17 años.
Adela nunca supero esta desgracia. Adelgazó 20 kilos que ya no recuperó. Perdió su puesto en el super y pasó de encargada a reponedora. Con tantos citaloprames y orfidales ya no daba una.
Ramiro Q. intentó olvidar con su carretilla. Arriba y abajo. Pero se cabreaba demasiado con el encargado. Un día le despidieron. Tenía 46 años.
Jésica se sentía muy sola. Sus padres la ignoraban. Solo estaba a gusto en la discoteca. Bailaba bien. Los chicos la buscaban. Allí era alguien.
Efrián la embarazó. A los 15. El se desentendió pero ella quiso seguir adelante. Sola. Rechazada por su madre e ignorada por su padre, se fue a vivir con la abuela.
El niño no llegó a nacer. Nadie le explicó lo que pasó, pero no superó el quinto mes del embarazo. Terrible.
La chiquilla, Jésica, estaba tan perdida que, aconsejada por Julia, una antigua amiga del barrio, decidió dejar todo atrás.
No se mucho de ella. Parece que está en Ibiza. De camarera en un chiringuito en San Antonio. Sus padres ni se preocupan donde anda. La han perdido. También.
La relación entre Ramiro Q y Adela no es sencilla. Se culpan de todo y de nada. Viven con el PIRMI que cobra el y el sueldecillo del super. Que van a perder, porque ella cada vez pasa más tiempo de baja.
No hay vacaciones, ni cenas, ni días de alegría. No hay hijos. No hay trabajo. No hay futuro.
Saben que, primero les cortarán la luz, después el gas y luego les echarán por no pagar el alquiler. Solo es cuestión de tiempo.
Dirán que es la crisis. ¿Que les van a decir? Nacieron con la crisis clavada en el corazón.
Han pasado unos años.
Justo hoy, Ramiro Q cumple los 56.
Adela murió hace un año. Dicen que fue una arritmia por el Citalopram. Igual demasiadas pastillas. Los médicos tampoco investigaron demasiado. Ramiro Q lo agradeció.
Ahora comparte cajero con Bogdan, en la calle Aribau de Barcelona. Tienen su hornillo eléctrico y suelen comer caliente todos los días. Tampoco es una vida mala. Pero, ambos, piensan en trasladarse un poco hacia el sur. Tal vez a Almería. Alguna cosa en el campo sabrán hacer.
Son amigos. Y se cuentan historias.
–¡Oiga! ¡Usted! ¿Porque está haciendo fotos?
Dado que no hay prácticamente nadie en la calle y que, me temo, soy el único que está haciendo fotografías, me giro.
–Vera. Soy escritor y estoy escribiendo sobre la Linea 5 del metro –Entre nosotros, otra persona no habría encontrado muy plausible mi respuesta.
–Ah. Bien. Es que últimamente ha habido varios robos. Y no fuera que sacara fotografías para estudiar las casas. –Parece ser que a la señora le gustan las series de investigación.
–¡No! Ja, ja. Ya ve que no hago pinta de ladrón –espero–. No se preocupe. ¿Vive por aquí.
–Si. Aquí mismo. –La desconfianza ha desaparecido.
–Están bien estas casas. Individuales. ¿Lleva mucho viviendo aquí?
–Ya va para cuarenta años. Estoy de alquiler. El barrio es muy tranquilo. Lo que pasa es que casi no hay tiendas. Salvo un indio, como yo lo llamo, allá arriba. Poca cosa tiene para hacer la compra. Solo lo básico y algo de fruta. Vamos a San Ildefonso. Aquí al lado.
–¿Vive sola?
–Si. Mi marido se me murió hace cinco años. Y la nena, cuando se casó, fue a vivir a Granollers. Pero vienen casi todos los domingos a verme. Tengo un nieto que es un encanto de niño. ¿Quiere pasar a tomar un café?
–No quisiera abusar.
–Para nada. Que va. Es que por aquí no hay mucha gente con la que hablar. Pase, pase.
Abre la puerta que conduce a un pequeño recibidor. Y de ahí a un salón. Muebles anticuados, demasiado oscuros. Bien cuidados. Eso si. La casa está limpia y ordenada. Dos sofás de color marrón junto a la ventana y una mesa ovalada imitación caoba en el centro. De un aparador acristalado saca dos tazas de café. Me invita a sentarme en una de las cuatro sillas alrededor de la mesa.
Desaparece hacia lo que imagino que debe ser la cocina. Miro las paredes. Hay muchas fotografías en las que aparece un hombre, siempre el mismo, vestido con ropa deportiva, de futbolista, con la equipación del Espanyol.
–Su marido era futbolista, veo –digo cuando la mujer vuelve con una cafetera humeante.
–Si. Y muy bueno. Por eso nos vinimos de Cáceres. Lo fichó el Español. Pero no tuvo suerte. A los pocos meses de llegar tuvimos un accidente de coche. A mi no me pasó nada, pero el se rompió las dos piernas. Estuvo casi un año haciendo rehabilitación. Volvió a andar como si nada pero ya no pudo volver a jugar más. Se portaron bien y le consiguieron un trabajo de vigilante en un garaje en Barcelona. En la calle Balmes. Allí estuvo hasta la jubilación.
–Yo viví en la calle Balmes. Aparcaba el coche en un parking entre Aragón y Valencia.
–Ese era.
–En los noventa.
–Pues ahí estaba el. Seguro que lo conoció.
–Me acuerdo del encargado. Me perdonó una subida del alquiler porque acababa de nacer nuestro hijo. Dijo que no era momento para aumentar los gastos. Una buena persona.
–Si que lo era.
Quedamos en silencio. Apuré el café y me despedí.
–Vuelva cuando quiera. Aquí tiene su casa.
Pensé en hacerle una foto, pero lo dejé correr. A veces, la vida nos da pequeñas, ínfimas, sorpresas. Son esas pequeñas cosas que quedan en los buenos rincones de los recuerdos. Los que no hay que olvidar.
¡Saca al perro! ¡Saca al perro! Cada día igual. Justo cuando voy a dar una cabezadita después del desayuno, me manda lo mismo. Y no es por el perro, no, que a primera hora ya lo llevé a mear. Le da igual salir más pronto o más tarde. Lo que ella quiere es que me vaya de casa. Para ponerla toda patas arriba y limpiar sobre limpio. ¿Que vamos a ensuciar nosotros dos?
–¡Aquí no lo puede dejar suelto! –es el jardinero que me advierte.
–Pero si no molesta a nadie…
–A mi que me cuenta. Son las normas. Venga. Átelo.
Que pesado el tío. Ahí todo chulo con el mono verde y esas bandas amarillas. Será para que le vean de noche. Pocas noches debe andar por aquí este tipo. Antes, los jardineros eran de otra manera. Con el balde, la escoba, alpargatas, el mono azul y para de contar. Pero siempre les podías preguntar sobre el tiempo. Era gente entendida. Que miraban el cielo y tocaban la tierra. Para saber qué había que regar. No como ahora, que seguro que se lo dice el móvil. Y ni abrir grifos hace falta. Que es todo automático.
¿Y esos? Allí en el banco. Golfeando. Ni catorce deben tener. Deberían estar en clase. O trabajando. En mis tiempos, a los doce o valías para estudiar o para aprendiz. No teníamos manías. ¿Y ahora? Venga darle a los porros. No parecen de aquí. Al menos, el de en medio tiene pinta moro. Ya no solo se comen lo nuestro. Incluso nos ríen en la cara.
Mira. Por allí viene la vecina.
–Buenos días, Manolo. ¿A pasear el perro?
–¿Que voy a hacer? El pobre chucho tiene que salir. –Ella acaricia al perrito. Que la reconoce y se deja. –¿Ya tiene toda la compra?
–Espero. Está todo carísimo. No se donde vamos a ir a parar.
–A peor. Ya se lo digo yo. ¿Con este gobierno? ¿Que solo está para los extranjeros y, perdone la expresión, los maricones?
–Hacen lo que pueden Manolo, no sea tan así.
–Una mierda. Antes si que el gobierno se preocupaba por nosotros.
–Bueno, le dejo.
–Ande con Dios.
Esa, desde que se le murió el marido, se arregla más. Me decía la María que todos los jueves va al baile del casal. No valemos para nada. En cuanto las soltamos, venga a pasarlo bien. Las mujeres ya no son como antes.
Bueno. Llego hasta aquellos árboles y me voy para casa. Que no se me olvide pasar por donde Braulio. Por las quinielas.
Van a ir preciosas a la fiesta del instituto. Xiao, Graciela Maria, Paula y Aisha. Han quedado en casa de Paula. Cada una traerá su ropa favorita. Como, más o menos, tienen la misma talla, han decidido intercambiársela. Así parecerá que van de estreno. Estarán estupendas.
Las llaman las cuatro fantásticas. Bueno, en realidad fueron ellas las que se pusieron ese mote. En primero. Aquel año empezaron a compartir curso y clase. Enseguida se hicieron amigas. Inseparables.
Se lo cuentan todo. Lo bueno y lo malo. Los líos con los novios, los problemas con los padres, los días de bajón. Cuando una de ellas escribe majlis en el grupo de wats, todas acuden a la trastienda de la frutería de los padres de Graciela María. Un pequeño cuartito donde pueden reunirse tranquilas. La palabra es un grito de auxilio. Han vivido intensamente estos últimos cuatro años.
Mientras se prueban la ropa, Aisha recuerda como, entre todas, la animaron a pedir permiso para dejar de llevar el hiyab. Hicieron una lista de pros y contras tan bien pensada que acorralaron a su padre y le dejaron sin excusas.
Una época algo más complicada fue cuando Xiao empezó a salir con el hermano gemelo de Paula. Sus padres son bastante racistas y no querían que su hijo tuviera una novia china, aunque hubiese nacido aquí. Paula tampoco deseaba enfrentarse a su padre y llegó a pedir a Xiao que dejara a su hermano. Esta, se lo tomó muy mal cuando le dijo que una cosa era ser amigas y otra mezclar las razas. Paula consiguió poner a Graciela Maria de su parte. Aisha se desentendió. Durante algunas semanas, parecía que el grupo se había roto. Al final, fue Graciela Maria la que convocó una majlis donde lo hablaron todo. Meses después, Xiao y el hermano de Paula, cortaron. Pero eso es otra historia.
Esta noche será la fiesta de final de curso. Las cuatro han terminado la ESO.
Xiao va a trabajar en la tienda de sus padres. Ya lo hace los fines de semana. Ahora será cada día. No es la ilusión de su vida. Pero hasta donde sabe, toda su familia ha tenido tiendas. Sus abuelos vinieron a España y, con los ahorros y la ayuda de la familia, abrieron una en Madrid. Ahora la lleva uno de sus tíos. Otro, la tiene en Tenerife. Y su padre, aquí, en Hospitalet. El negocio va bien. Le han prometido que le darán un sueldo. Pequeño. Para empezar.
Graciela María va a seguir con el bachillerato. Tiene buenas notas y la tutora la ha animado. Le dijo a sus padres que es probable que le den una beca.
Paula quiere ser enfermera. Pero, de entrada, hará un grado medio para ser técnico de cuidados de enfermería. Las prácticas las podrá hacer en el hospital de al lado de su casa.
Aisha no tiene ni idea. Este verano quiere pasar un par de meses en casa de sus abuelos, en un pueblo cerca de Rabat. Espera encontrar una respuesta sobre que hacer con su vida.
Por mi parte, tampoco se como continuar. Ellas han de construir su propia historia. Tal vez, más adelante, la pueda contar.