Eulalia conoce bien el hospital de Sant Pau. Está en cuarto curso de carrera y ya es su segundo año allí. Esta mañana tiene prácticas de digestivo en el pabellón de Sant Manuel. A menos de diez minutos del edificio de la facultad. El día es soleado y disfruta del paseo, sin acelerar el paso. Llega. La puerta del despacho de los médicos está abierta. Ahí está el doctor Runné mirando una radiografía. Se saludan.
–¿Es un escáner?
–Si. Es una técnica nueva. En neurología, bastante avanzada. Pero en nuestra especialidad todavía tenemos que aprender a usarla –contesta sin dejar de mirar la placa iluminada en el negatoscopio.
–¿Con quien voy?
El médico consulta una libreta que tiene sobre la mesa.
–Con Fer. El residente de último año. Búscalo en la sala.
–Le conozco. Gracias. Adiós.
Fer es un tipo alto, algo pasado de kilos. Navarro. Vino a Barcelona escaldado de la Universidad del Opus. A los estudiantes les gusta hacer prácticas con el. De los pocos que hacen caso y explican. Cuando Eulalia entra en la habitación, está auscultando la espalda de un hombre. Tendrá unos cincuenta años. Sentado en la cama, con el torso desnudo, extremadamente delgado. Llama la atención la tonalidad amarillenta de su piel.
Fer invita a Eulalia a que también ausculte.
–¿Se puede tumbar, por favor? –se dirige al paciente. Palpa su abdomen–. Pon la mano aquí –le dice a la alumna señalando el lado izquierdo.
La chica toca con cuidado, con miedo a hacer daño. Lo consigue al apretar lo que identifica como una masa dura, justo por debajo de donde terminan las costillas.
–¿Como estoy doctor? –el enfermo miara a Fer, asustado.
–Todavía tenemos que hacer algunas pruebas. ¿Que tal con la comida?
–No me entra casi nada. Dice mi mujer que si pude traer de casa.
–Por mi ningún problema. Lo importante es que coma. Se lo diré a la enfermera.
Salen de la habitación. Echan a andar por el pasillo. Recorren unos pocos metros hasta que el se detiene.
–Cancer de hígado con metástasis pulmonares. No creo que me equivoque. No hacen falta más pruebas. Ahora toca decírselo a la mujer.
–¿Se puede hacer algo?
–No –la mira, sin decir nada, unos segundos–. ¿Vamos a tomar un café? –El aguachirri de la máquina sabe muy mal, pero no tienen tiempo para perder en la cafetería–. Es una lástima hacer una buena residencia en un hospital como este, ver casos interesantes y al acabar, tener que trabajar en un ambulatorio.
–¿No hay trabajo en los hospitales?
–Con cuentagotas. Aquí, seguro que nada.
Pasan la mañana en la consulta. Eulalia se sienta junto a Fer. Escucha los problemas que cuentan los pacientes. Las preguntas que hace su profesor. Explora y entiende algunas cosas. Otras no. Entre visita y visita, plantea las dudas. El médico se deja. Explica.
Terminan pasadas las dos de la tarde. A las tres tiene una clase. Sube a la facultad. Ha traído un bocadillo que preparó su madre.
Justo al entrar, en el mostrador del bedel, ve a Daniel que está haciendo unas fotocopias.
–¡Eh! Eulalia. Espera. ¿A donde vas?
–Abajo. Traigo un bocadillo y me cogeré una botella de Coca-Cola. ¿Has traído para comer?
–Ya comí. Acabo de volver de la cafetería. Pero te acompaño.
Se sientan en uno de los bancos que hay en el piso de abajo. Es un espacio amplio y diáfano desde el que se accede a algunas aulas. Los pisos superiores se asoman en galería. A aquella hora no hay clases y el lugar, habitualmente abarrotado de estudiantes, está casi vacío. Eulalia habla sobre la dimisión del presidente del Gobierno, Suárez, que se produjo el día anterior. Se cuestiona sobre lo que va a suceder.
–Dicen que igual ponen al Calvo Sotelo. Que es más de derechas. Supongo que los militares están apretando.
Daniel la escucha, siempre lo hace, pero no sigue su reflexión. Los pormenores de la política, la pequeña política, suele decir, no le interesan demasiado. Acaba de terminar El Lobo Estepario y si ya de por si tiende a sumergirse en el existencialismo, ahora se ahoga en aguas más extremas.
–Me da igual lo que hagan los militares. Tanto luchar contra la dictadura para terminar con esta mierdecilla pequeño burguesa de falsa democracia.
–No compares. Las libertades que tenemos ahora ni las soñábamos hace cuatro días. Vivimos mejor.
–¿Estás segura? ¿Que tenemos? ¿Un pedacito de una supuesta libertad? No estoy aquí para esto. Quiero más.
–Todo es empezar… Pero dejémoslo. Que te pones muy pesado.
La llegada de otros estudiantes interrumpe su conversación. Poco a poco las voces y las risas llenan la estancia. Callan un poco, no demasiado, a medida que van entrando en clase.
Eulalia se sienta entre Ana y Gabriel. Daniel, dos filas atrás. Deja de sentirse ignorado cuando el profesor empieza a explicar los factores intrínsecos de la cascada de la coagulación.